25.6.08

Teardrop

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Nunca había podido decírselo. Ni tampoco lo podría notar. Cada vez que la veía, desde que la conoció, todo sucedía igual.

La primera vez fue cuando entró al salón de literatura al inicio del semestre. Llegó tarde y empapada por la lluvia de esa mañana de agosto. Él levantó la mirada y la vio, sin querer, sólo por curiosidad, pero no debió hacerlo. Se enamoró antes incluso de poder enfocarla con la mirada. Y ya estaba completamente a su merced cuando se sentó a sólo dos asientos del suyo.

Se había enamorado por primera vez y no sabía que hacer. Se limitaba a mirarla, como una manera de torturarse a sí mismo, porque tenía miedo. Temía que ella se diera cuenta, porque no sabía que hacía ni por qué lo hacía, mucho menos sabía que hacer si ella le dirigiese una sonrisa.

Ella, en cambio, no lo notó hasta la siguiente semana. Tenía esa sensación de ser observada por detrás. Se dio cuenta y se ruborizó. Él era guapo, ciertamente, pero nunca lo había escuchado hablar y, según parecía, no tenía amigos.

Sin embargo, o más bien, por esa misma razón, ella se sintió cada vez más atraída por él, aunque no estaba segura si en realidad le gustaba. Pero, ¿por qué otra razón la miraría todo el tiempo? Tenía que ser por eso... O quizá era autista. No lo sabía y nadie más lo sabía. Pero él la miraba siempre, y cada vez, pensaba ella, cada vez más intensamente. Ya no lo soportaba más, tenía que ponerle fin. Decidió hablarle.

Él la miraba, porque no sabía que otra cosa podía hacer. Si le hablaba quizá diría algo mal y entonces ella se podría molestar. No podía, porque jamás se lo perdonaría, nunca podría permitir que ella se enfadara con él. A veces pensaba que lo que hacía era ilógico, que ella terminaría por enojarse, se sentiría acosada y lo odiaría, “le diré lo que pienso”, pero no podía. Cada vez era más insoportable... Hasta que, de la nada, al final de la clase ella le habló.

Tendría que haberle pedido disculpas, tendría que haberse lanzado a sus pies y decirle que la amaba, que la había amado desde que la vio, no, desde siempre. Pero no lo hizo. No pudo hacerlo. La miró, solamente. Sin ninguna expresión.

Desde entonces la buscaba en los recesos y no perdía oportunidad de estar con ella, pero siempre aparentaba la misma indiferencia. Era horrible. Ella no podía hacer que dijera nada. Lo odiaba y al mismo tiempo cada vez se sentía más y más atraído a él, y eso la hacía odiarlo aún más.

Supo por un profesor que, efectivamente, él era autista, y pensó que quizá ella podría ayudarlo. Ella podía. Lo haría hablar y relacionarse con más personas. “Y entonces él también...”, pensó y se dio cuenta de que lo amaba.

Sonreía siempre y le hablaba de muchas cosas. Platicaba todo el día con él, en un incansable monólogo. Él escuchaba, indiferente, aunque por dentro quería lanzarse a sus brazos. Se sentía cada vez más triste, más cansado... y ni siquiera conseguía llorar. Nunca había podido.

Caminaban hacia su casa, las calles vacías, y ella le contaba acerca de su clase de inglés, “... es más difícil hablarlo que escribirlo, algunos de mis compañeros dicen que primero debo lograr pensar en inglés...”, decía.

“Es hermosa...”, pensó él, “... es mucho más que eso. Es perfecta. Hermosa y perfecta. Mejor que eso. Es... es...”. Y entonces no pudo más. Lloró por dentro, sin el mínimo gesto por fuera. La tomó del cuello y, antes de que ella pudiera decir algo, la arrojó al suelo. Nadie pasaba por ahí. Casi quedó inconsciente por el golpe, pero alcanzó a ver como él se ponía sobre ella y comenzaba a apretarle el cuello.

Él lloraba, sin llorar, mirándola fijamente a los ojos y al mismo tiempo mirando a la nada. Ella comenzó a perder la visión. Todo se veía borroso. Cerró los ojos. “¿Por qué?”, preguntó con un último aliento. “Porque te amo”, pensó él, pero no pudo decirlo. No pudo, maldita sea... Cerró los ojos al mismo tiempo que ella los abría por última vez.

Él sintió como la humedad resbalaba por su mejilla. Sonrió por dentro, era libre. La lágrima le cayó directamente en el ojo, pero ella nunca pudo verla.

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